31 de mayo de 2010

Un ramo de violetas

Con apenas unos días de diferencia de la muerte de Carlos Varlcárcel, se nos ha ido otro “clásico cotidiano”. Pero este ya pertenecía a la categoría de los Historiadores -con mayúscula- y, como aquél, poseía una humanidad positiva desbordante y un rasgo particular: una inteligencia profesional y afectiva que destacamos todos cuantos le conocimos. Sobre el personaje en cuestión, que no es otro que el hispanista Guy Lemeunier, ha escrito estupendamente Juan González Castaño en La Opinión. Todo lo que yo pudiera añadir son valores humanos que a muchos sorprenderían y que su familia española, la de aquí mismo de la Gran Vía murciana que ya alcanzaba incluso para nietos, echa hoy en falta sin posibilidad de consuelo. Porque se les ha muerto, sin más explicación que la inoportuna e infranqueable enfermedad, un hombre íntegro y cercano, un maestro en todos los sentidos y con todos los sentidos de los que no es fácil encontrar y, mucho menos, reponer.

Era Guy, además de extraordinariamente simpático, una persona de cualidades culturales insondables. Se había licenciado como historiador del arte y su primer trabajo fue sobre retablos barrocos de una región del norte de Francia. Decidido a hacer su tesis doctoral en España, vino a recalar en Murcia donde todo, o casi todo, estaba por hacer. Así es que cambió radicalmente el objetivo de su trabajo y se dedicó a enseñarnos cómo había progresado la demografía, por dónde discurrieron los temas hidráulicos y agrarios de esta región, cómo se articuló en ella el sistema de poder en torno a la posesión y utilización de la tierra, las estructuras económicas y sociales… y de ahí saltó al mundo de las mentalidades, de la protoindustria y de la utilización de los recursos naturales. Él oteaba el campo y la huerta como un enorme telón en el que estaban pintados todos los caracteres históricos que habían configurado el territorio. Y no sólo los veía con nitidez, comprobándolos luego con datos de archivo, sino que era capaz de poner cada elemento en su sitio justo para encontrar una explicación plausible y de conjunto para todo aquello que nosotros no somos capaces de ver aunque lo tengamos delante de las narices. Era un mago de la historia en muchas de sus parcelas y por eso sus textos resultaron ser capitales para nuestra identidad histórica regional.

Guy siempre sorprendía. Me cuentan que cuando llegó al Archivo de Lorca lo primero que preguntó, con esa lengua enredada que traen los franceses mientras no han pasado unas cuantas tardes en la Plaza de las Flores, fue por la producción de garbanzos, lentejas y no sé cuantas cosas raras más. Hasta que no se vieron los resultados de contar sacos y sacos, nadie daba un duro por aquella investigación. Y con el tiempo y la amistad todo se orientó a donde tenía que haber estado desde el principio. Porque también me han contado de una tarde memorable en que, después de comer estupendamente y recién vueltos al archivo, lo que debía haber sido recuento de personas, carneros y datos de producciones agrícolas, se tornó por un rato charla distendida y del más variado color. Y acabó con todos los que allí estaban subidos por turnos a los peldaños de una escalera de caracol para dar cuenta de aficiones y, más que nada, por divertir con extravagancias a unos amigos. De lo más recordado, porque de todo hubo, arias de ópera a cargo de Muñoz Barberán y canciones de Luis Mariano por Guy. De aquel Luis Mariano pletórico, y en recuerdo del excelente hispanista, este vídeo que os dejo aquí abajo. Prestad atención a la letra porque el amor también es como la vida.

26 de mayo de 2010

Clásicos cotidianos


Todas las crónicas murcianas alaban y recuerdan hoy a Carlos Valcárcel Mavor, a don Carlos. Porque así lo conocíamos y lo llamábamos los que no tuvimos la suerte de su trato personal, pero lo admirábamos por cuanto hizo a favor de una murcianía que muchos confunden con nostalgia hortera de rincón. Yo no lo veo así. Personajes como éste han sido necesarios para que en su estela apareciesen los que han superado el escrito sentimental para alcanzar el grado de madurez que exige la historia. A ellos, a esos cronistas que muchos sienten trasnochados, hay que reconocerles en grado heroico unas virtudes cívicas que van más allá del cumplimiento del deber ciudadano. Ellos, con su memoria extraordinaria y su amor y apego a cuanto vivieron, han sido capaces de hacer una siembra cultural uniforme con la que todos estamos de acuerdo, más allá de ese narcisismo de las pequeñas diferencias que es patrimonio de cuatro tontos solemnes incapaces de ver cuántos matices encierra la vida.

Hoy he tomado consciencia de que estamos asistiendo al desmoronamiento de un pasado que, no sé si por fortuna o por desgracia –por esta última creo que va a ser-, no parece tener recambio posible. Y ese desmoronamiento se manifiesta de modo visible con la muerte de lo que yo llamo “clásicos cotidianos”. Hasta hace no tanto tiempo, uno podía pasear por Murcia –y cada cual que lo aplique a su ciudad- y encontrar tipos humanos míticos que eran ejemplo de los valores que colectivamente habíamos hecho recaer sobre sus hombros. Quizás sin preguntarles si estaban cómodos con el sambenito. Quizás sin darles opción para que ellos aceptasen tal encargo. Y como estoy convencido de que no somos otra cosa que aquello que los demás perciben de nosotros, pues estos personajes quedaban erigidos en algo así como un tótem al que mirar cuando todo fallaba y en cuyos arcanos era posible encontrar de nuevo la dirección apropiada.

Pues don Carlos era, como otros compañeros de generación, uno de esos tótems en los que ampararse y escudriñar. Era una referencia viva para nuestra Semana Santa y para devociones modernas o tan antiguas como la de la casi olvidada patrona de Murcia. Era una referencia para saber de aquella Murcia de escala humana, hoy lamentablemente perdida, que en sus escritos revive como si fuera la de ayer mismo. Era referencia para conocer dónde los jumillas se escanciaban mejor y en más agradable compañía. Conocía todos los particulares de la prensa murciana, en la que se ganó la vida y se labró una justa fama, y era imprescindible consultarle o leer sus escritos para averiguar más sobre las fiestas y tradiciones de este suelo que el cardenal Belluga valoró menospreciando a los que lo habían hecho posible. Jamás se le ocurrió tal cosa a don Carlos. Y a pesar de su fina estampa –que todo era verlo por la calle y empezar a canturrear por María Dolores Pradera- hizo masa con unos auroros que eran el contrapunto absoluto de este ciezano que se comportó en la vida como si fuese vecino del londinense barrio de Belgravia.

Ya no se estila casi nada de lo que representaba y fue don Carlos y, a pesar de que no pensaba morirse –como tantos de su generación-, la vida le ha puesto coto a su estupenda existencia. Y él no ha tenido inconveniente en aceptar el reto pero con la cortesía que en él era natural: “Usted primero, señora.” Deja vacíos dos sillones en otras tantas academias –como algunos de su generación-, deja su puesto de cronista –como su amigo Muñoz Barberán- y deja a muchos murcianistas sin saber a quién van a subir ahora al pedestal. Pero, sobre todo, deja una vida plena y longeva que aminora el dolor del duelo familiar.

Me caía simpático este hombre, aunque no llegué más que a saludarlo un día por la calle, y en su honor pienso desempolvar una capa que no me he puesto más que una vez en mi vida y hasta me voy a beber un buen vino mirando aquel bigotillo que tantos recuerdos me trae de otro no menos ilustre. Pues lo dicho: que estoy intrigado por saber cómo se rellenan culturalmente los huecos que deja nuestro entrañable paisano y, sobre todo, voy a hacer memoria cuidadosa por si encontrase otro tótem semejante. Difícil lo veo, pero os daré cuenta del hallazgo si es que se produce.

13 de mayo de 2010

Como si fuera ayer

Revolver cajones y armarios para encontrar aquellas cosas “imprescindibles” que hemos guardado durante nuestra vida, es un ejercicio diabólico. Y no sólo porque aparezcan auténticas inutilidades que debieron tener una importancia que ya hemos olvidado, sino porque con esas cosas, que no se sabe bien cuánto importaron entonces y cuánto pueden importar ahora, aparecen también en la cabeza recuerdos de todo tipo. Pero a veces es peor aún, porque lo encontrado es en sí mismo “el recuerdo”.

Eso ocurre, por ejemplo, con los manuscritos y con las fotografías. Pero mientras que a los primeros hay que dedicarles algo de tiempo para comprender todo cuanto encierran, a las segundas les concedo yo la categoría de “asaltasentimientos instantáneas”. Una imagen no vale más que mil palabras, pero sí que nos impacta mucho antes, aunque luego tengamos que dedicarle casi el mismo tiempo que a la escritura para aprehender cuanto significa.

Pues el otro día, me entretuve en revolver escritos y fotografías y, si bien no di con lo que buscaba, me topé de lleno con algo que me ha dejado el ánimo suspendido. Hará más de 20 años pulsaba el botón al otro lado de mi máquina para inmortalizar una reunión familiar en casa de mi abuela. A nadie puede decirle algo esta fotografía más que a quienes conocemos a los fotografiados. A nadie importa tal o cual cara, salvo para los que conocemos las que ya no podemos ver en directo –y no todas de gente mayor-. A nadie importa lo que yo pueda decir, porque cada cual ha de hacer su componenda. Objetivamente, nada dice esta fotografía más allá de lo obvio, incluida la maldad del fotógrafo. Pero quien logre poner nombre a cada una de esas caras y sea capaz, además, de relatar sintéticamente la historia de cada personaje, pues a ese esta imagen le pondrá el corazón en un puño como a mí me lo ha puesto.


Perdonad que este post sea así de personal, pero es que como aquí mangoneo yo a mis anchas, lo he hecho sólo para quienes saben de lo que hablo y para quienes hace poco han estado revolviendo los cajones de su casa, que esos seguro que me entienden por otras caras y otras ausencias.

11 de mayo de 2010

¿Tiene arreglo Lorca?

Tiene Lorca, que es la ciudad en la que vivo, un conjunto histórico declarado como tal en 1964… Y he dicho tiene y debí decir tenía. De aquel conjunto de arquitectura civil y eclesiástica de los años sesenta, con sus plazas y placetas, casonas de portalón e iglesias antiguas, sobresalían algunos ejemplares arquitectónicos verdaderamente notables pero, sobre todo, lo que decidió su declaración fue la homogeneidad que ofrecía el cogollo de calles escogidas con el fin de someterlas a una protección de la que era garante el Estado. Pues todo fue obtener el decreto que reconocía los valores artísticos y comenzar los políticos y empresarios de turno a darle mazazos a aquella ciudad que, con leves variaciones armónicas de los siglos XIX y XX, nos había llegado más o menos intacta desde que se articulara definitivamente en el siglo XVIII.

Os voy a ahorrar el rosario de agravios, porque las majaderías son muy molestas hasta para describirlas. Sólo os diré que si comparásemos dos fotografías, una de entonces y otra de ahora, el “cante” sería tremendo. Y eso a bulto, porque los detalles ponen los pelos de punta.

Después de la barbaridad del Parador construido dentro del castillo y de que políticos y jueces miren para otro lado cuando se denuncia la situación, pues hace unos meses ha empezado una reforma de la principal plaza sin que el proyecto original tenga algo que ver con lo que finalmente se ha construido. Y para rematar la faena, hace apenas unos días se ha ido literalmente a la basura por obra y gracia de la piqueta municipal un conjunto estimable de pinturas murales del siglo XIX que llevaba ahí 16 años esperando, por orden de la entonces Dirección General de Cultura, a ser integrado en lo que ya parece una inminente nueva edificación. No os voy a contar cómo los político han dejado que se degradase ese bien cultural; no os voy a decir que se ha pagado un andamio que lo sujetase durante 16 años y que nos ha costado cerca de 500.000 €; nos os voy a decir que ahora la dirección general e Bellas Artes y el Ayuntamiento de Lora se tiran los trastos a la cabeza a ver de quién es la responsabilidad, y que lo más que se les ocurre decir es que ellos no han sido, que no sabían que aquello estaba allí y que hay que ver cómo son los funcionarios que no habían avisado a nadie sobre la existencia de aquel bien.

Pues como no me gusta todo esto, porque huele muy mal y habla a las claras de los tiempos que vivimos, no os voy a poner foto ni nada. Sólo tres enlaces (1 2 3) para que vosotros mismos juzguéis, que luego me dicen que manipulo las cosas. A mí no me gusta hablar mal del sitio donde vivo, pero es que lo ponen a uno en el disparadero, hasta el punto de pensar si esto que pasa tiene o no arreglo.